Una pareja de jóvenes enamorados convive felizmente en una casa ubicada en un sencillo y apacible enclave natural.

En ese instante de plenitud vital todo se quiebra. Él fallece. Lo que sucede después -su cadáver revive convertido en fantasma para regresar al único lugar que podría continuar teniendo sentido para él- resulta ser solamente el pretexto de una especie de tratado existencialista que comienza de forma sosegada y termina apabullando y fascinando a partes iguales.

Ataviado con la clásica sábana blanca, que incluye los recortes en los ojos, negros, tristes, anónimos-, el ahora ya fantasma emprende un «viaje» inicial desde el hospital que certifica su fallecimiento, hasta el paraje donde se encuentra su hogar. 

Se trata de un viaje que se inicia con la muerte, pero ¿dónde y cuándo termina la muerte? ¿Quizás no termina? Son dudas que deberá ir resolviendo el fantasma.

Las obras de arte son solo pretextos, ya lo hemos dicho. Artefactos para explicar el mundo poéticamente. La poesía de “A ghost story” nos sugiere que cuando no morimos «antes de tiempo» -eje esencial del argumento- la experimentación de la vida resulta equiparable a la de un muerto. Si la superación de la infancia y la juventud nos hace continuar, biológicamente, vivos, la comprensión madura del mundo nos “hiela”. Nos convierte, digámoslo por fin, en fantasmas en un momento determinado. 

Una sábana de ciento cincuenta y cinco kilogramos de peso descarga y se reparte de repente sobre nuestra existencia, mientras deambulamos de manera torpe, lenta y pesada hacia el confort de los espacios y los tiempos situados… ¿dónde?

El espacio es cambiante; la casa donde nacemos es derruida, aquella arboleda fue talada, la tienda donde comprábamos la merienda al salir del colegio ahora es una lavandería, o peor, está en un espacio vacío que nadie recuerda. Ni recordará.

¿Quién puede querer en esas condiciones la eternidad? Una eternidad que no garantiza la permanencia de absolutamente nada, y, más bien al contrario, garantiza la desaparición de absolutamente todo, con excepción de uno mismo para quien haya tenido la «suerte» de convertirse en fantasma.

¿No se trata, entonces, más de un castigo que de cualquier otra cosa?

Quizás sea conveniente descifrar todas las dudas y/o secretos. Quizás necesitemos el debido tiempo para encontrar las respuestas, dentro del margen de nuestra limitada existencia, siempre y cuando las relaciones interpersonales, la procreación y el trabajo no interrumpan inexorablemente cualquier avance al respecto. 

Tal vez tengamos en la punta de los dedos el acceso a todos esos secretos, y tal vez sea solo su mera existencia, su mera intuición, la que nos mantenga en pie, la que nos aporte una expectativa de sucesos y horizontes futuros, ante cuya ausencia, ¡pum! podamos acabar pinchados como un globo. 

¡Vaya! Quizás solo seamos burbujas a punto de explotar, que giran y dan vueltas alrededor de sí mismas, mientras escudriñan si esa multiplicidad de familiares presencias con las que se topan una y otra vez son realmente familiares y amistosas o no. 

Sí, tal vez lo seamos, burbujas en un estado de semi-aislamiento e incomunicación, a la espera de desfallecer, dudar o saber para poder, por fin, desaparecer.