“No hace falta que hables siete idiomas, ni que te hayas lanzado desde la estratosfera. No hace falta que tengas una medalla olímpica, ni que hayas ganado un goya. Simplemente queremos conocer tu historia y que nos la cuentes desde el principio, porque cada vida nos importa. Grábate con un móvil, una cámara o una webcam y cuéntale al mundo quién eres.”

Éste es el mensaje que aparece en el vídeo promocional del concurso que ha preparado la Conferencia Episcopal en el marco de su  campaña: “Éste soy yo, humano desde el principio.”

La campaña, que desde el 8 y hasta el 21 de abril se muestra en 1.300 vallas publicitarias repartidas por toda España, cuenta también con la distribución de miles de carteles y estampas informativas, lo que habría supuesto un coste económico, según distintas estimaciones, superior al medio millón de euros.

La contextualización, por lo tanto, de esta campaña en el marco del actual panorama económico y social de España, evidencia con dolorosa rotundidad el empecinamiento de una Conferencia Episcopal mucho más preocupada en anteponer su visión ideológica sobre la importancia de la vida “en las primeras semanas tras su concepción”, que en ejercer con firmeza todo su poder institucional para solucionar junto a los sectores gubernamental y empresarial el triste, oscuro y ennegrecido porvenir.

Lamentablemente, frente a la desatención de una sociedad presente que experimenta la gran dificultad de no saber cómo pisar la realidad, el ejemplo de esta nueva y desacompasada maniobra clerical simboliza el rígido caminar de una institución que, en medio de una crisis económica especialmente turbia y con pocas expectativas por el momento de finalizar, ni siquiera trata de ocultar sus cada vez más evidentes muestras ideológicas de inexplicable inflexibilidad.

Situada, por lo tanto, en las antípodas de los valores de la concordia, la solidaridad y la atención de la gran masa de desfavorecidos y angustiados que pueblan la tierra con el suficiente y meritorio optimismo como para dedicar parte de sus maltrechas fuerzas a la construcción de otro tipo de realidad, el papel de benefactor y catalizador social que se le debería suponer a la Iglesia como institución religiosa y moral pierde así la única justificación válida por la que se sustenta la razón de su existir.

La cruda dureza a la que se enfrenta hoy la sociedad de España y buena parte de los países del contexto internacional desnuda la dolosa carga ideológica contenida en frases como “no hace falta que hables siete idiomas”, convirtiéndolas en auténticos lastres imbuidos de extraordinarias dosis de frivolidad. Precisamente, la configuración de cualquier futuro esperanzador pasa por el atrevimiento y la voluntad de tomar todas aquellas decisiones que, por el momento, nadie parece tener la honestidad de querer tomar.

El único valor que a día de hoy debería promulgar toda aquella institución que quisiera mejorar el rumbo de la sociedad sería justamente aquél que, en lugar de envilecer, nos conminase a todos a creer que sí “hacen falta” todavía muchos idiomas por aprender, muchas medallas y goyas por ganar e incluso, por qué no, muchas estratosferas por visitar.