Recuerdo haber leído en alguna ocasión -y si no, me lo voy a inventar ahora mismo- que una de las razones por las que los monopolios están justificados en términos económicos consiste en asumir que determinados servicios o productos esenciales, cuya provisión implica incurrir en costes e infraestructuras cuantiosísimas, no pueden ser garantizados por la empresa privada atendiendo a los impedimentos financieros que acabo de citar, y que si no es el estado o el sector público quien se responsabiliza del suministro de dichos bienes o servicios, entonces nadie, absolutamente nadie, asume tal responsabilidad.
Y sucede también que ciertos sectores económicos como la banca, la energía, las telecomunicaciones o el transporte, sectores que, recordemos, en sus inicios nacieron como monopolios estatales no solo por las anteriores razones económicas, sino también por causas de tipo estratégico, acaban siendo transferidos al sector privado invocando principios de “eficiencia productiva” u otros por el estilo, como veis siempre empleando terminología de carácter tan bello como persuasivo.
Al final, el control de dichos sectores recae en un número muy reducido de manos, cuyo poder para influir en el conjunto de la sociedad y en el desarrollo económico de la misma se multiplica exponencialmente, y resulta que incluso en aquellos casos en los que el estado delimita con responsabilidad la cesión de los márgenes máximos de actuación, terminan produciéndose abusos en el ejercicio de la autoridad transferida con un resultado neto negativo a la hora de comparar la “eficiencia social” y la “eficiencia productiva”.
Todo esto viene a cuento de los mecanismos que la mayoría de los estados actuales implementa en connivencia con determinadas élites -pero pongámosle también el nombre de personas o familias concretas, que provienen del aparato franquista, que descienden de estirpes privilegiadas, etc…-, exclusivamente con el fin de monopolizar el funcionamiento de la economía, y, por lo tanto, de la democracia, de la política, de la sociedad, de la cultura, de la educación o, en suma, de los valores del individuo.
Termino apuntando que un ejemplo reciente lo hemos visto estos días en Cataluña, observando una fuga de empresas de gran tamaño y volumen hacia otras comunidades autónomas de España, lo que ha sido interpretado -e incluso celebrado- como una reacción coherente y racional basada en la anteposición de un derecho exclusivo -libre mercado neto de cualquier otra consideración-, sobre otro derecho de carácter colectivo -bienestar y equilibrio social- de una ciudadanía compuesta, por cierto, tanto por independentistas como por no independentistas.
Por supuesto, estos movimientos se producen para ejercer presiones, chantajes, boicots o guerras políticas y económicas que pueden ser razonables solamente desde el punto de vista de aquellos que adoptan sus decisiones -curiosamente al compás de los cambios del marco jurídico; perfectamente sincronizada la conjugación de intereses de unos y otros aquí-, con vistas a proteger un patrimonio, un privilegio, un dominio que está siendo puesto en riesgo. Y esto solo puede provocar dolor. En qué magnitud o si puede disputar el desarrollo final de los acontecimientos al placer, es lo que siempre terminamos por ver.