Aristocracia, oligarquía, monarquía, democracia, tiranía… De todo ello habla Platón en el octavo libro de una de sus obras más famosas: “República”.
En este artículo transcribiremos una pequeña parte de los diálogos que incluye dicho libro, una especie de síntesis de parte del pensamiento político de Platón.
En él se puede intuir cómo interpretaba algunos de los vicios de las democracias de las ciudades-estado en la antigua Grecia. Y de cómo estos vicios o defectos derivaban en gobiernos tiránicos.
El diálogo que vamos a transcribir es tan solo un preludio. Un preludio a una serie de conclusiones como: “La libertad excesiva debe producir, tarde o temprano, una extrema servidumbre” o “es natural que la tiranía tenga su origen en el gobierno popular; es decir, que a la libertad más completa y más ilimitada suceda el despotismo más absoluto y más intolerable.”
Por supuesto, estas conclusiones, pueden sorprender y molestar a partes iguales tanto a integristas del liberalismo como del populismo.
Aquí comienzo el citado diálogo.
— Veamos, mi querido Adimanto, cómo se forma el gobierno tiránico, y por lo pronto si debe su origen a la democracia.
— Es cierto.
— ¿El paso de la democracia a la tiranía, no se verifica poco más ó menos lo mismo que el de la oligarquía al de la democracia?
— ¿Cómo?
—Lo que en la oligarquía se considera como el mayor bien, y lo que puede decirse que es el origen de esta forma de gobierno, son las riquezas excesivas de los particulares; ¿no es así?
— Sí.
— Lo que causa su ruina, ¿no es el deseo insaciable de enriquecerse, y la indiferencia que por esto mismo se siente por todo lo demás?
—También es eso cierto.
—Por la misma razón, para la democracia es la causa de su ruina el deseo insaciable de lo que mira como su verdadero bien.
— ¿Cuál es ese bien?
—La libertad. Penetra en un Estado democrático, y oirás decir por todas partes, que la libertad es el más precioso de los bienes, y que por esta razón todo hombre que haya nacido libre fijará en él su residencia antes que en ningún otro punto.
— Nada más frecuente que oír semejante lenguaje.
— ¿No es, y esto es lo que quería decir, este amor a la libertad, llevado hasta el exceso y acompañado de una indiferencia extremada por todo lo demás, lo que pierde al fin este gobierno y hace la tiranía necesaria?
— ¿Cómo?
— Cuando un Estado democrático, devorado por una sed ardiente de libertad, está gobernado por malos escanciadores, que la derraman pura y la hacen beber hasta la embriaguez, entonces, si los gobernantes no son complacientes, dándole toda la libertad que quiere, son acusados y castigados, so pretexto de que son traidores que aspiran a la oligarquía.
—Seguramente.
— Con el mismo desprecio trata el pueblo a los que muestran aún algún respeto y sumisión a los magistrados, echándoles en cara que para nada sirven y que son esclavos voluntarios. Pública y privadamente alaba y honra la igualdad que confunde a los magistrados con los ciudadanos. En un Estado semejante, ¿no es natural que la libertad se extienda a todo?
— ¿Cómo no ha de extenderse?
— ¿No penetrará en el interior de las familias, y al fin, el espíritu de independencia y anarquía no se comunicará hasta a los animales?
— ¿Qué quieres decir?
— Que los padres se acostumbran a tratar a sus hijos como a sus iguales y si cabe a temerles; éstos a igualarse con sus padres, a no tenerles ni temor ni respeto, porque en otro caso padecería su libertad; y que los ciudadanos y los simples habitantes y hasta los extranjeros aspiran a los mismos derechos.
—Así sucede.
—Y si bajamos más la mano, encontraremos que los maestros, en semejante Estado, temen y contemplan á sus discípulos; éstos se burlan de sus maestros y de sus ayos. En general los jóvenes quieren igualarse con los viejos, y pelearse con ellos ya de palabras ya de hecho. Los viejos á su vez quieren remedar á los jóvenes, y hacen estudio en imitar sus maneras, temiendo pasar por personas de carácter altanero y despótico.
—Es cierto.
—Pero el abuso más intolerable, que la libertad introduce en este gobierno, es que los esclavos de ambos sexos son tan libres como los que los han comprado. Y ya casi se me olvidaba decir qué grado de libertad y de igualdad alcanzan las relaciones entre los hombres y las mujeres.
—No olvidemos nada, y, según la expresión de Esquilo, digamos todo lo que nos venga a la loca.
—Muy bien; es lo mismo que estoy haciendo. Dificultad habrá en creer, a no haberlo visto, que los animales domésticos son en este gobierno más libres que en ningún otro. Los perritos falderos, según el proverbio, están bajo el mismo pie que sus dueñas; y los caballos y los asnos, acostumbrados a marchar con la cabeza erguida y sin agacharse, chocan con todos los que encuentran, si no se les permite el paso. En fin, todo goza aquí de una plena y entera libertad.
—Me refieres lo mismo que yo pienso. Jamás voy al campo que no suceda eso.
— ¿No ves los males que resultan de todo esto? ¿No ves cómo se hacen suspicaces los ciudadanos hasta el punto de rebelarse e insurreccionarse a la menor apariencia de coacción? Y por último llegan, como tú sabes, hasta no hacer caso de las leyes, escritas o no escritas, para no tener así ningún señor.
—Lo sé.
—De esta forma de gobierno tan bella y tan encantadora es de donde nace la tiranía, por lo menos a mi entender.