De cuando en cuando, ocurren sucesos extraños. Aparece en escena, por ejemplo, el último presidente electo de EEUU y espeta: “La democracia es frágil”. ¿No es perturbador? ¿No estará a punto, piensa uno, de querer solicitar el enésimo sacrificio a su población?

En otro confín del mundo el vicepresidente segundo de la cuarta economía de Europa lanza: “Estoy en el gobierno, pero no poseo el poder”. Y se reabren las cajas de los truenos. ¿Puede que esté ocurriendo algo, aparentemente de forma inconexa, en distintos lugares del mundo?

Antes, en uno de esos pretéritos y ya clásicos “antes”, cualquiera podía opinar sobre la fragilidad o las anormalidades de la democracia. Correspondía a la libertad del pueblo, del artista o del periodista señalar las sombras del sistema o manifestar dudas. Pero ahora, en un nuevo ensanchamiento de los horizontes del absurdo, los jefes de estado o de gobierno también lloran. ¿A qué clase de teatro o ficción quieren llevarnos?

A los ciudadanos se les inculcó la creencia y la fe ciega en la soberanía popular. Se dotó al mismo tiempo de justicia y belleza teóricas a las instituciones democráticas, se llamó siempre a la calma, a la paciencia, a la confianza en la verdad y a que en el último instante la democracia vencería.

Pero cuando uno creía que, por fin, eso mismo estaría a punto de suceder, no: imposible. Resulta que el verdadero nombre de todo este juego se llama “utopía”. Que el sistema es frágil por definición. Justamente ahora. Que los poderes, las presiones y los villanos son descomunales y la contienda, desigual. Y entonces surge una nueva y extraña llamada a la calma para evitar un áspero descenso a las profundidades donde la belleza y la justicia prácticas se pudren lejos de los rayos del sol.

Los más indicados para hacer esa llamada son personas de influencia estudiada; artistas, periodistas, presentadores de televisión, youtubers… Pero en la nueva normalidad aparecen de repente también aquellos en quienes creíamos que el sistema democrático otorgaba “posibles” -esto es, las facultades de hacer o de actuar-. Quizás no sea una llamada a la revolución, como una parte ridícula y ultra conservadora de la población interpreta, sino, simplemente, a la resignación.  Lo cual, por cierto, es muchísimo peor.