Vaya por delante que mi pretensión jamás será frivolizar acerca de ninguna enfermedad o desgracia ajena, pero los recientes acontecimientos que han sacudido lo que en principio era una conmovedora historia de padres coraje –cuya hija Nadia se encuentra afectada por una de las denominadas enfermedades raras– se ha convertido en un dudoso relato plagado de incoherencias que destila fragancias de estafa por los cuatro costados.

El caso irrumpió en 2008, cuando los padres de la niña decidieron amplificar mediáticamente la delicada situación padecida por su hija con el ánimo de recabar fondos para mejorar su salud así como alargar su angustiosa esperanza de vida, estimada en un periodo de entre dos y cuatro años. Las campañas iniciadas por entonces parecieron funcionar y el relato sostenido por los padres trasladaba a la ciudadanía que gracias a todas las aportaciones económicas su hija había podido ser intervenida por prestigiosos cirujanos de medio mundo -Estados Unidos, Afganistán, etc…-.

Hasta esta última semana, cuando una investigación periodística del diario El País ha desvelado la inexactitud e inexistencia de un número muy elevado de sombras en el relato -intervenciones jamás realizadas en ninguna clínica, ausencia de justificantes de pago a centros de investigación, inexistencia de registros o confirmaciones de viajes a hospitales internacionales en busca de ayuda – dejando al descubierto un mar de dudas gigantesco que ha llegado a motivar un comunicado de la familia indicando que devolverá todo el dinero recientemente recaudado -150.000 euros a partir de su último despliegue mediático esta semana por El Mundo y la Sexta, entre otros medios- a todas aquellas personas que lo soliciten.

Llegados a este punto hay que reconocer que este caso pone de relieve varias cuestiones, como por ejemplo la extraordinaria capacidad que algunos seres humanos son capaces de desplegar para enriquerecerse ilícitamente a costa de manipular y mercadear con los sentimientos ajenos, construyendo historias, relatos y ficciones de un paroxismo brutal que en última instancia solo cabe tildar de “efectivo”, o la siniestra y alargada sospecha que un fraude de estas características puede llegar a derramar sobre el conjunto de peticiones sinceras de auxilio y colaboración ciudadana en otros casos de necesidad extrema de ayuda colectiva.

Existen historias reales compuestas de un guión magistralmente diseñado o de un público idiotamente entregado. Economías domésticas súper raras -como la de la familia de Nadia o la de otros niños enfermos o desaparecidos en el ámbito internacional- y economías estatales o instituciones internacionales también muy, muy extrañas -recuérdese, por ejemplo, la turbiedad en la asignación de los fondos que en 2012 se recabaron para Haití tras la campaña de colaboración y ayuda internacional puesta en marcha para auxiliar al país tras sufrir un devastador terremoto.

Quizás algunos, los más liberales, sean incapaces de digerir la siguiente conclusión; nada de lo anterior pasaría en un modelo de estado de derecho social que estuviera suficientemente dotado de recursos económicos. Nada, ni siquiera la posibilidad de solicitar fraudulentamente o no la colaboración ciudadana a título particular, tal y como sucede en la actualidad  por parte de confederaciones benéficas de carácter religioso como Cáritas o de otras anteriormente conocidas como “Obra Social”, diseñadas por entidades financieras cuyo volumen de beneficios es simple, rara y anormalmente espectacular.